¿Vivimos para rendir o rendimos para vivir?
Por Luis Galeano (*)
En un mundo donde cada respiración parece medirse en términos de productividad, donde cada pausa se siente como una oportunidad perdida, surge una pregunta incómoda: ¿cuándo dejamos de ser personas para convertirnos en máquinas de rendimiento? A traves de las paginas del libro "La sociedad del rendimiento. Cómo el neoliberalismo impregna nuestras vidas" de Sebastian Friedrich, analizamos este interrogante. El blog, no es un documento sobre autoayuda ni un manual de productividad. Es un espejo que refleja la realidad que todos vivimos pero que pocos nos atrevemos a cuestionar.
La sociedad del rendimiento no es solo un concepto académico: es el aire que respiramos, el ritmo que marca nuestros días, la voz interior que nos susurra que nunca es suficiente. Desde que abrimos los ojos hasta que los cerramos, estamos inmersos en una carrera invisible donde todos somos corredores y espectadores al mismo tiempo.
Este documento explora cómo el neoliberalismo ha colonizado nuestras vidas más íntimas, transformando cada gesto, cada decisión, cada relación en una oportunidad para optimizar, para mejorar, para rendir más. Pero también es una invitación a despertar, a reconocer las cadenas invisibles que hemos aprendido a llamar libertad.
El café que nunca dejamos de tomar
La metáfora perfecta de nuestro tiempo
El café para llevar no es solo una bebida: es un manifiesto. Ese vasito de cartón que sostenemos mientras caminamos apresuradamente simboliza todo lo que hemos perdido y todo lo que creemos haber ganado. Ya no nos sentamos a saborear. Ya no tenemos tiempo para la pausa. El café se consume en movimiento, porque detenerse es perder.
¿Pero qué estamos perdiendo realmente cuando elegimos el movimiento perpetuo sobre la quietud? ¿Qué sacrificamos en el altar de la eficiencia?
La promesa del café para llevar es clara: puedes hacer dos cosas al mismo tiempo. Puedes desplazarte y tomar cafeína. Puedes estar en camino y estimularte. La movilidad real mientras consumimos el café no es decisiva, como señala el sociólogo Hartmut Rosa. Lo importante es la sensación de movimiento, la ilusión de que estamos aprovechando cada segundo.
Pero esta aceleración tiene un precio. Mientras más rápido vamos, menos llegamos. Mientras más opciones tenemos, más nos paraliza el miedo a elegir mal. El café para llevar es el símbolo perfecto de una sociedad que confunde velocidad con progreso, que ha olvidado que algunas cosas requieren tiempo, contemplación, presencia.
En la búsqueda obsesiva por no perder tiempo, hemos perdido la capacidad de habitar el presente. Cada momento se ha convertido en un medio para otro fin, nunca en un fin en sí mismo.
La tiranía del "yo" cuantificado
Midiendo lo inconmensurable
Pasos dados, calorías quemadas, horas dormidas, frecuencia cardíaca, niveles de estrés. Cada aspecto de nuestra existencia puede ser medido, rastreado, comparado. El movimiento del "yo cuantificado" promete autoconocimiento a través de los datos, pero ¿qué tipo de conocimiento es ese que reduce la vida a números?
El experimento infinito
Los "Self-Trackers" no solo recopilan datos: experimentan consigo mismos constantemente. Café con mantequilla para optimizar la concentración, ayuno intermitente para mejorar el metabolismo, meditación cronometrada para reducir el estrés. Cada día es un laboratorio donde el sujeto es simultáneamente científico y cobaya.
La promesa de control
Detrás de cada medición hay una fantasía: la de que podemos controlarnos completamente, optimizarnos infinitamente, convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos. Pero esta búsqueda obsesiva de mejora oculta una pregunta más profunda: ¿mejor para qué? ¿Para quién?
El problema no es la tecnología en sí misma, ni siquiera el deseo de conocerse mejor. El problema es que esta práctica de auto-medición se inscribe en una lógica más amplia: la del rendimiento perpetuo. Los datos que recopilamos sobre nosotros mismos no solo nos informan, nos juzgan. Cada número es una sentencia: suficiente o insuficiente, óptimo o mejorable.
Y así, el Yo se convierte en un proyecto empresarial que nunca termina, una startup personal que debe crecer constantemente, demostrar su valor, justificar su existencia a través de métricas cada vez más refinadas. La intimidad del autoconocimiento se transforma en un ejercicio de contabilidad existencial.
El amor en tiempos de optimización
Si hasta el amor ha sido colonizado por la lógica del rendimiento, entonces verdaderamente nada escapa. Las aplicaciones de citas nos prometen algoritmos perfectos que encontrarán a nuestra "media naranja", como si el amor fuera un problema de compatibilidad de datos. El "matching" digital sugiere que podemos optimizar incluso la búsqueda de intimidad, reduciendo el riesgo de "pérdida de tiempo" con personas inadecuadas.
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Análisis del mercado
Las plataformas de citas funcionan como mercados donde cada perfil es un producto que debe destacar entre la competencia. Fotos cuidadosamente seleccionadas, biografías ingeniosas, señales de estatus sutil: todo diseñado para maximizar el interés.
2
Optimización de la oferta
No solo buscamos: nos vendemos. Ajustamos nuestro perfil según las respuestas recibidas, A/B testing de nuestras fotos, experimentación con diferentes versiones de nosotros mismos hasta encontrar la que genera más "matches".
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Gestión de la cartera
El poliamor y las relaciones abiertas pueden ser liberadores, pero también pueden convertirse en una estrategia de diversificación de riesgo emocional. Múltiples conexiones significan múltiples opciones, múltiples posibilidades de actualización.
El dilema del hombre moderno es revelador: quiere la seguridad del compromiso y la emoción de la libertad. Quiere el nido cálido del domingo por la tarde viendo series y la descarga de adrenalina del sábado por la noche en la discoteca. Quiere tenerlo todo, y frecuentemente termina sin nada. Porque el amor, como la vida misma, no se puede optimizar sin perder su esencia.
La paradoja de la elección
Cuantas más opciones tenemos, más difícil se vuelve elegir. Y más difícil comprometerse. Porque comprometerse significa renunciar a todas las otras posibilidades que aparecen constantemente en nuestras pantallas. ¿Y si hay alguien mejor? ¿Y si nos estamos perdiendo algo?
El amor se convierte así en otro proyecto de optimización personal, donde el otro no es tanto una persona como una variable en nuestra ecuación de felicidad. Y cuando la ecuación no funciona, no cuestionamos la lógica del cálculo: simplemente buscamos mejores datos de entrada.
Correr hacia ninguna parte
El boom del running no es casualidad. En las últimas dos décadas, los maratones han pasado de ser eventos para atletas especializados a fenómenos de masas que congregan a decenas de miles de personas. ¿Qué impulsa a tantos individuos a levantarse al amanecer para correr kilómetros antes de ir al trabajo? ¿Qué buscan mientras atraviesan las calles vacías de la ciudad?
Demostración de capacidad
Completar un maratón es prueba tangible de disciplina, resistencia, capacidad de sufrimiento. Cualidades altamente valoradas en el mercado laboral contemporáneo. El cuerpo entrenado se convierte en CV viviente.
Métricas de progreso
A diferencia de muchos aspectos de la vida moderna, correr ofrece progreso mensurable y objetivo. Los tiempos mejoran, las distancias aumentan. Hay una sensación de control y mejora continua que compensa la incertidumbre de otros ámbitos.
Capital social
Las aplicaciones de running permiten compartir cada entrenamiento, cada logro. Los resultados se convierten en contenido para redes sociales, en tema de conversación en la oficina, en señal de que somos personas disciplinadas y con objetivos claros.
Pero hay algo más profundo. La carrera es también una huida. Huimos de la quietud, del silencio, de la posibilidad de encontrarnos con nosotros mismos sin distracciones. El running se convierte en meditación en movimiento, pero una meditación que evita el verdadero encuentro interior. Corremos para escapar de la ansiedad que produce el no correr.
Cuando una persona está permanentemente sin aliento en el trabajo, quiere al menos cruzar la meta en su tiempo libre. La actividad compulsiva reemplaza al descanso significativo.
La ironía es brutal: utilizamos nuestro "tiempo libre" para someternos voluntariamente a un régimen de entrenamiento que replica exactamente la lógica del mundo laboral que supuestamente queremos compensar. Metas, cronómetros, rendimientos, superación constante. El gimnasio se convierte en la oficina del tiempo libre.
La universidad como fábrica de precariedad
El sueño académico
Hacer una carrera en la ciencia suena noble. Contribuir al conocimiento humano, investigar, enseñar. Pero la realidad de los "jóvenes científicos" es muy diferente: contratos temporales encadenados, salarios precarios, competencia despiadada por plazas escasas, y la promesa siempre diferida de un puesto permanente.
El mundo académico opera bajo un principio brutal: todo o nada. O consigues una cátedra, o toda tu inversión de años, energía y pasión se desvanece. No hay término medio. Los "peldaños intermedios" donde descansar no existen. Es una escalera sin rellanos, donde solo puedes seguir subiendo o caer.
Máster
El primer paso. Dos años de especialización, endeudamiento inicial, primeras publicaciones. La esperanza aún está intacta.
Doctorado
Tres a cinco años más. Contrato temporal, salario bajo. La promesa: esto es solo temporal, después vendrá algo mejor.
Postdoctorado
Otro contrato temporal. Quizás dos, tres. Publicar, publicar, publicar. Asistir a conferencias. Hacer networking. Seguir esperando.
¿Cátedra?
La llamada salvadora que tal vez nunca llegue. Mientras tanto, edad avanzando, ahorros inexistentes, vida en suspenso.
Para aumentar las posibilidades, hay que demostrar "flexibilidad": aceptar trabajos en otras ciudades, otros países. Publicar en las revistas correctas. Estar visible en congresos. Cultivar las relaciones adecuadas. No hacer enemigos. No ser demasiado crítico. No destacar por las razones equivocadas. Todo esto mientras se mantiene la ficción del trabajo académico como vocación pura, desinteresada búsqueda de la verdad.
El sistema funciona porque explota el idealismo de quienes participan en él. "Sí, las condiciones son malas, pero al menos hacemos algo significativo", se repiten. Mientras tanto, producen artículos que nadie leerá, reproduciendo las lógicas del capitalismo académico: citas, índices de impacto, rankings de revistas. La búsqueda de conocimiento se transforma en producción de papers. La universidad se convierte en fábrica.
Ironía como armadura vacía
Vivimos en la era de la ironía perpetua. Nada se dice en serio. Todo tiene un guiño, una distancia, un "no es que yo realmente piense esto, pero...". La ironía se ha convertido en el modo por defecto de relacionarnos con el mundo, y especialmente de relacionarnos con nosotros mismos en este mundo.
¿Por qué? Porque la ironía ofrece algo muy valioso en tiempos de incertidumbre: protección. Si nunca digo realmente lo que pienso, nunca puedo ser realmente refutado. Si siempre mantengo esa distancia irónica, nunca tengo que comprometerme. La ironía es la armadura del cobarde ilustrado.
Ironía como crítica
En su origen, la ironía era una herramienta crítica. Una forma de señalar las contradicciones de la realidad, de desenmascarar las hipocresías del poder. Pero eso requería una posición desde la cual hablar, unos valores desde los cuales criticar.
Ironía como conformismo
Hoy, la ironía se ha vaciado. Ya no critica desde algún lugar, simplemente flota. Es pura distancia sin compromiso. Nos permite burlarnos de todo sin defender nada. Y así, paradójicamente, se convierte en la forma perfecta de conformismo.
Ironía como impotencia
Cuando todo es irónico, nada es serio. Y cuando nada es serio, nada puede cambiar. La ironía se convierte en la expresión de nuestra impotencia disfrazada de superioridad. Nos reímos porque no podemos llorar, porque no podemos actuar.
El problema es que la realidad no es irónica. El sufrimiento no es irónico. La explotación no es irónica. Mientras nosotros jugamos con el lenguaje, manteniendo siempre esa distancia cómoda, el mundo continúa su curso brutal. La ironía se ha convertido en el lujo de quien puede permitirse no tomar posición.
David Foster Wallace lo vio claramente ya en los 90: la ironía institucionalizada nos tiraniza porque nos impide decir lo que realmente pensamos, lo que realmente queremos. Nos condena a una adolescencia perpetua donde todo es provisional, donde nada nos define, donde siempre podemos decir "era broma".
Pero llega un momento en que la ironía se vuelve insoportable. Cuando todo es guiño, nada significa nada. Y entonces nos encontramos vaciados, sin saber qué creemos realmente, qué queremos realmente, quiénes somos realmente debajo de todas esas capas de distanciamiento irónico.
El contrato como ficción de libertad
Los contratos son presentados como el fundamento de una sociedad libre. Dos partes iguales, con igual poder de negociación, que llegan a un acuerdo mutuamente beneficioso. Una bella ficción que oculta una realidad mucho más oscura: la desigualdad radical de poder que existe en casi todos los "contratos" que firmamos.
Piensa en el "acuerdo de integración" que deben firmar las personas desempleadas. Teóricamente, es un contrato libre entre dos partes. En realidad, es un ultimátum: acepta estas condiciones o pierde tu sustento básico. ¿Dónde está la libertad? ¿Dónde está la igualdad?
1
Infancia
Desde la escuela, aprendemos el lenguaje del contrato. Contratos de comportamiento, contratos de silencio, contratos para "asumir responsabilidad". Se nos enseña que somos partes contractuales fiables.
2
Educación
Contratos de formación, contratos de trabajo social. Cada paso educativo se enmarca como un acuerdo libre, ocultando las estructuras de poder que determinan quién puede acceder a qué.
3
Trabajo
El contrato laboral: la ficción suprema de libertad contractual. Como si empleador y empleado negociaran desde posiciones equivalentes. Como si rechazar el contrato no significara hambre.
4
Desempleo
Cuando pierdes el trabajo, firmas un nuevo contrato con el Estado. Te comprometes a buscar empleo, a aceptar trabajos precarios, a demostrar constantemente tu "esfuerzo". El castigo por incumplimiento: la miseria.
La ideología del contrato cumple una función crucial: transforma relaciones de poder en relaciones aparentemente voluntarias. Si firmaste un contrato, entonces aceptaste. Si aceptaste, no puedes quejarte. Tu precariedad, tu explotación, tu miseria: todo es resultado de tus propias decisiones contractuales.
La libertad de contrato entre el fuerte y el débil no es libertad: es dominación con papeles firmados. Es la violencia estructural vestida con el lenguaje pulcro del derecho.
Y así, el contrato se convierte en herramienta educativa suprema del neoliberalismo: nos enseña a ver nuestra propia subordinación como ejercicio de autonomía, nuestra explotación como oportunidad elegida libremente. Es la alquimia perfecta: transformar cadenas en alas.
La comunicación no-violenta o el lenguaje de las jirafas
Lobos y jirafas en la oficina
Marshall Rosenberg nos invitó a hablar como jirafas: con el corazón grande, desde la empatía. Dejar atrás al lobo de los juicios y las críticas. Expresar observaciones, sentimientos, necesidades, peticiones. Todo muy civilizado. Todo muy educado.
El problema surge cuando trasladamos este modelo a contextos de poder desigual. ¿Cómo funciona el "lenguaje de las jirafas" cuando tu jefe quiere despedir a la mitad de la plantilla pero expresando sus "necesidades" de forma no-violenta?
La comunicación no-violenta promete resolver conflictos mediante la empatía. Pero no todos los conflictos son malentendidos que se resuelven con mejor comunicación. Algunos son antagonismos reales de intereses. El empresario necesita maximizar beneficios, el trabajador necesita un salario digno. No hay cantidad de "lenguaje de jirafa" que reconcilie esos intereses.
En el espacio privado
Entre iguales, puede funcionar. Cuando dos personas que se respetan genuinamente intentan entenderse mejor, las técnicas de comunicación empática pueden ayudar. El problema es trasladar esto al ámbito laboral o político.
En el ámbito laboral
Aquí la comunicación no-violenta se convierte en farsa. El jefe expresa empáticamente su necesidad de "optimizar procesos" (despedir gente). El trabajador expresa empáticamente su necesidad de mantener su empleo. ¿Y luego qué? ¿Quién decide?
En espacios de izquierda, la situación puede volverse absurda. Se dedica más tiempo a vigilar que todos sigan las reglas de comunicación que a discutir el contenido. Quien no comienza cada frase con "siento que" o "en mi opinión" es tachado de violento. El debate político se transforma en vigilancia lingüística.
La comunicación no-violenta, despolitizada y descontextualizada, se convierte en otra herramienta de despolitización. Reduce conflictos estructurales a problemas de comunicación individual. Sugiere que si todos aprendiéramos a expresar nuestras necesidades correctamente, la explotación desaparecería. Como si el capitalismo fuera simplemente un malentendido que se puede resolver con empatía.
La clase baja como espejo deformante
En toda sociedad del rendimiento necesita un contraimagen: aquellos que no rinden, que no se esfuerzan, que han "elegido" la dependencia. La construcción de la "nueva clase baja" cumple esta función ideológica crucial: no son víctimas de un sistema injusto, son vagos que viven a costa de los demás.
El estereotipo es familiar: cerveza barata, patatas fritas, telebasura, sobrepeso, desempleo perpetuo. Todo lo opuesto al ideal neoliberal: cerveza artesanal, comida orgánica, Netflix de calidad, gimnasio diario, emprendimiento constante. La clase baja es construida como el negativo fotográfico de lo que supuestamente deberíamos ser.
35%
Viven de ayudas sociales
Según el estereotipo. La realidad: la mayoría trabaja en empleos precarios y mal pagados.
80%
Son "vagos"
Según la narrativa dominante. La realidad: muchos trabajan más horas que la media en condiciones pésimas.
65%
No quieren mejorar
Según el discurso meritocrático. La realidad: las barreras estructurales hacen la movilidad social casi imposible.
Esta construcción ideológica sirve varios propósitos simultáneamente. Primero, justifica el desmantelamiento del Estado de bienestar: si los pobres son vagos que eligen no trabajar, entonces no merecen ayuda. Segundo, disciplina a la clase trabajadora: "trabaja duro o acabarás como ellos". Tercero, oculta las causas estructurales de la pobreza: no es el sistema, son los individuos defectuosos.
Pero la realidad es muy diferente. La llamada "clase baja" está en perpetuo movimiento: de trabajo precario en trabajo precario, de contrato temporal en contrato temporal. No son parásitos inmóviles sino trabajadores superexplotados en los sectores menos protegidos de la economía. Limpian las oficinas donde otros "crean valor". Sirven el café a quienes "innovan". Reparten los paquetes de quienes compran online para "ahorrar tiempo".
La "nueva clase baja" es, de hecho, la clase trabajadora precarizada. Pero llamarla así exigiría reconocer que el problema no son los individuos sino el sistema. Y ese reconocimiento es intolerable para la ideología del rendimiento.
El imperialismo del SUV: zonas de exclusión
Volvamos al SUV en Haití. Esa imagen concentra perfectamente lo que significa la "optimización de sí mismo" en su dimensión global. Los cooperantes de las ONGs viajan en vehículos blindados por carreteras destrozadas, mirando desde arriba a los trabajadores del campo. Llevan "ayuda", llevan "desarrollo", llevan la promesa de que los haitianos también pueden optimizarse, también pueden ser emprendedores, también pueden integrarse en el mercado global.
Pero los límites están claros. Están trazados por las ventanas del SUV. Los cooperantes pueden entrar y salir de Haití. Los haitianos no. Los cooperantes tienen pasaportes que les permiten cruzar fronteras. Los haitianos no. Los cooperantes regresan a sus países después de su "misión". Los haitianos se quedan.
1
2
3
4
5
1
ONGs y cooperantes
2
Élites locales corruptas
3
Clase media aspiracional
4
Trabajadores precarios
5
Campesinos empobrecidos
La "optimización de sí mismo" que ofrecen las ONGs es una optimización dentro de los límites establecidos por el orden global. Pueden ser mejores trabajadores, más eficientes, más emprendedores. Pero no pueden dejar de ser haitianos, no pueden cruzar las fronteras que los cooperantes cruzan libremente, no pueden acceder a los recursos y oportunidades que otros dan por sentados.
El imperialismo contemporáneo no necesita conquista militar. Basta con ofrecer "ayuda al desarrollo", con enseñar "competencias emprendedoras", con promover la "optimización personal". Las cadenas son invisibles pero no menos reales.
Y los cooperantes, ¿son conscientes de esto? La mayoría no. Desde dentro del SUV, la perspectiva está predeterminada. Ellos son los buenos, están ayudando. La estructura de poder que los coloca en ese vehículo blindado, que les da el privilegio de "ayudar", que define quién ayuda y quién necesita ayuda: todo esto queda invisible desde dentro del SUV.
Esta es la paradoja de la optimización de sí mismo globalizada: promete autonomía mientras reproduce dependencia, promete empoderamiento mientras refuerza jerarquías, promete desarrollo mientras perpetúa subdesarrollo. Y todo dentro del espacio seguro del SUV, donde la incomodidad del viaje es el único sacrificio requerido.
¿Despertar del rendimiento o dormir más profundamente?
Hemos recorrido las zonas de la optimización de sí mismo: desde el café que bebemos con prisa hasta las ONGs que prometen desarrollo en países devastados. Hemos visto cómo cada gesto, cada decisión, cada relación ha sido colonizada por la lógica del rendimiento. Hemos descubierto que no hay refugio: ni en el amor, ni en el deporte, ni en la universidad, ni siquiera en la comunicación supuestamente empática.
Pero reconocer todo esto no es suficiente. El verdadero peligro de la sociedad del rendimiento no es solo que nos explota, sino que nos convence de que esa explotación es libertad. Nos hace correr más rápido en la rueda del hámster mientras nos susurra que estamos eligiendo libremente nuestro camino.
Reconocer
El primer paso es ver las cadenas invisibles, nombrar lo que nos ata.
Cuestionar
¿Para qué optimizamos? ¿Para quién rendimos? ¿A quién beneficia?
Detenerse
Resistir la compulsión al movimiento perpetuo. Atreverse a no producir.
Conectar
Encontrar a otros que también cuestionan. Construir solidaridades reales.
Imaginar
Soñar con formas de vida que no estén organizadas alrededor del rendimiento.
Actuar
Transformar el reconocimiento en práctica, la crítica en acción colectiva.
La ironía final es que incluso este texto puede ser consumido como otro artículo más para optimizar nuestra comprensión crítica del mundo. Podemos leerlo, asentir sabiamente, y seguir exactamente igual. Podemos añadir "crítica de la sociedad del rendimiento" a nuestra lista de competencias intelectuales sin cambiar nada fundamental en nuestras vidas.
El verdadero desafío
No es solo entender la sociedad del rendimiento. Es atreverse a no rendir. Es rechazar la optimización constante. Es defender espacios de improductividad, de inutilidad, de existencia que no se justifica por su contribución al sistema.
Es difícil. Porque nos han enseñado que no rendir es fracasar. Que no optimizarse es quedarse atrás. Que no producir es no existir.

Mensaje final: Una invitación a la desobediencia
Si este documento te ha incomodado, si ha resonado con tu experiencia, si has reconocido tu propia vida en estas páginas, entonces ha cumplido su propósito. Pero el verdadero trabajo comienza ahora, fuera de estas páginas.
La pregunta no es si podemos rendir mejor. La pregunta es si queremos seguir viviendo en una sociedad organizada completamente alrededor del rendimiento. La pregunta no es cómo optimizarnos más eficientemente. La pregunta es qué perdemos, qué sacrificamos, qué destruimos en esa búsqueda obsesiva de optimización.

Una última reflexión: Imagina un mundo donde tu valor como persona no dependiera de cuánto produces, cuánto consumes, cuánto rindes. Imagina relaciones que no fueran transacciones. Imagina tiempo que no fuera recurso a optimizar. Imagina vida que no fuera proyecto empresarial. Ese mundo es posible. Pero solo si primero nos atrevemos a imaginarlo, y luego a construirlo colectivamente.
El despertar de la conciencia no es un evento único. Es un proceso continuo de resistencia contra todas las voces —externas e internas— que nos dicen que nunca somos suficientes, que siempre podemos ser mejores, que debemos seguir corriendo. Es atreverse a detenerse. A respirar. A ser, simplemente, sin justificación ni optimización.
¿Estás listo para dejar de correr?

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(*) Luis Galeano es Licenciado en Publicidad, con una trayectoria de más de 25 años en el ámbito de la comunicación, la creatividad publicitaria y los medios en Argentina y Paraguay. Se desempeñó como redactor creativo, director creativo general y director de contenidos en reconocidas agencias y grupos de medios, liderando equipos y desarrollando estrategias de comunicación integral para marcas, empresas e instituciones.